Viajar para crear: la experiencia artística de Mariana Berardi entre Múnich, Madrid y los Alpes

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Mariana Berardi comparte cómo sus viajes por Europa transforman su mirada artística y nutren su proceso creativo en nuevas obras.

En esta conversación, Mariana Berardi repasa un recorrido que combina ferias internacionales, talleres de artistas, paisajes que la transformaron y encuentros que renovaron su modo de crear.

Desde Múnich hasta los Alpes tiroleses, pasando por Madrid y sus escenas íntimas del arte, la artista comparte cómo cada viaje se convierte en una experiencia sensorial y reflexiva que se filtra en su obra. Un trayecto que no solo amplía horizontes, sino que profundiza en las preguntas esenciales de su trabajo: la mirada, el cuerpo, el paisaje y el gesto como motores de una búsqueda en constante movimiento.

Participaste en la feria ART MUC, del 10 al 12 de octubre en Múnich, con tus pinturas. ¿Cómo fue para vos esa experiencia?

Viajar siempre me expande. Mostrar la obra abre nuevos sentidos; es allí donde la obra se completa y yo también crezco.

ART MUC me ofreció justamente eso: el encuentro. Conocer artistas de distintos lugares del mundo, compartir procesos, intereses, historias y creencias fue profundamente enriquecedor. Cada conversación abrió una perspectiva nueva. Y, en lo personal, vivir esa experiencia en otro país, con mi obra cruzando fronteras, fue muy movilizador. Volví al taller con una energía renovada y la sensación de que este camino sigue abriéndose.

Viviste en Europa hace unos años, ¿conocías Alemania?

Viví dos años en París, entre 2005 y 2007, mientras estudiaba arte. En ese tiempo viajé por muchos países, pero Alemania y Austria nunca habían sido parte de mis recorridos. Descubrirlos ahora fue un regalo: me encantaron y me llenaron de vida. Sentí que son lugares donde la naturaleza abraza a las ciudades, y donde la sociedad realmente la disfruta. Hay algo en ese verde inmenso, en los bosques y en las montañas, que invita a respirar distinto.

Pero tu viaje no se limitó solo a la feria y a Munich. ¿Cómo planificaste este recorrido para que también fuera una experiencia vinculada al arte?

Siempre intento organizar cada recorrido para que me aporte algo más que lo turístico.

La primera escala fue Madrid, donde tuve el placer de visitar el taller de Lucía Espinós Bermejo. Recibí una clase suya que fue profundamente inspiradora: su mirada sobre el dibujo y su modo de acercarse al proceso creativo me resultaron reveladores.

En cada ciudad busco talleres de artistas locales, rutas de artesanos y, por supuesto, todas las exposiciones temporales disponibles. Las voy organizando por días para que el viaje sea armonioso y no una maratón. Ese contacto directo con otros creadores y con diferentes escenas artísticas es algo que enriquece muchísimo mi propio trabajo y mi manera de mirar.

Cuando viajás, ¿qué cosas te despiertan curiosidad o te atraen especialmente?

Me atraen muchísimo las costumbres locales. Siempre busco recorrer ferias, mercados y esos pequeños comercios de barrio que cuentan, casi sin proponérselo, la vida cotidiana de cada lugar. También presto mucha atención a la arquitectura y a cómo se habitan los espacios; ese diálogo entre lo construido y lo natural siempre me inspira.

Y, por supuesto, los museos y la curaduría de las exposiciones: qué eligen mostrar, cómo narran las obras y qué experiencias proponen.

Algo que también disfruto profundamente es sacar fotos. Me gusta registrar detalles, texturas, rincones que descubro mientras camino. Es mi manera de guardar un recuerdo desde mi propia mirada, para después volver a él cuando estoy en el taller.

Madrid. Primer destino

Madrid es una ciudad muy bella y, además, fue el lugar donde vivió Joaquín Sorolla, un artista que me inspira profundamente. Estar allí, volver a ver su obra y sentir esa luz que él supo captar con tanta sensibilidad fue muy movilizador.

Volver a Europa después de tantos años me despertó una mezcla de emoción y familiaridad. Madrid tiene algo muy especial: el arte aparece de manera natural, en museos, en talleres, en sus plazas y hasta en la forma en que la gente vive la ciudad. Sentí que todo invitaba a mirar con más atención, a detenerme en los detalles y conectar con aquello que me impulsa a crear.

Hablás de tu encuentro con Lucía Espinos Bermejo, que te ayudó a reencontrarte con tu proceso creativo. ¿Qué aspectos de su mirada o su técnica te impactaron más?

Lo primero que me impactó fue su calidez. Ese abrazo inicial al entrar a su taller hizo que todo lo que vino después se sintiera cercano y muy familiar. Desde ese lugar de confianza pude abrirme a observar y a absorber cada cosa que compartía.

Lucía tiene una mirada muy sensible sobre la creación, profundamente corporal. Su enfoque está atravesado por la danza y el movimiento, y eso se traduce en un modo de dibujar que nace desde el cuerpo antes que desde la línea. Dibujamos juntas, conversamos sobre procesos y conceptos, y me llevé nuevas perspectivas para seguir trabajando en mi propio taller.

Decís que de esa experiencia nació la base de un nuevo proyecto. ¿Podés contarnos un poco más sobre cómo surgió y qué te inspira de él?

Desde hace un tiempo venía con la idea de pintar un pavo real. Durante todo el 2025 apareció en distintos momentos y lugares, casi como un símbolo que insistía en volver, y eso despertó en mí las ganas de llevarlo al lienzo.

A partir del encuentro con Lucía empecé a abordarlo de otra manera: inicié los primeros dibujos buscando una forma propia de representarlo, de descomponer sus formas y entender su movimiento. Me interesaba encontrar un trazo que naciera más del cuerpo, más intuitivo, para luego poder llevar esa energía al bastidor grande.

Estoy trabajando en esa búsqueda: en cómo traducir la presencia del pavo real, su elegancia y su despliegue, en un lenguaje plástico que me pertenezca. Ese es, justamente, el corazón de este nuevo proyecto.

Austria. Entre montañas y talleres

Sobre Austria relatás una experiencia más contemplativa, entre montañas, pueblos y talleres. ¿Qué te llevó a elegir ese destino y qué buscabas allí?

Esta parte del viaje fue más personal. Buscaba otra velocidad, una especie de pausa después de tantos estímulos. Elegimos Austria para disfrutar del paisaje y adentrarnos en la cultura del Tirol, con sus pueblos pequeños, su vínculo tan directo con la naturaleza y ese modo de vivir más calmo. Sentía que necesitaba un espacio donde observar sin apuro y dejarme atravesar por el entorno, casi como un reseteo interno antes de volver al taller.

Visitaste el taller de Pete Kilkenny y de una familia que trabaja la madera. ¿Qué te aportaron esos encuentros con otros creadores y con materiales tan distintos a los tuyos?

En Burgerwiesen hicimos una parada para recorrer el pueblo y nos encontramos con el taller de Pete Kilkenny con las puertas abiertas. Él estaba pintando y, con mucha generosidad, nos invitó a pasar. Pudimos ver su obra, escuchar sus inspiraciones y entender por qué las vacas son un motivo tan presente en su trabajo. Su atelier, lleno de vacas pintadas en infinidad de colores y soportes, era un universo propio.

Compartió su recorrido, su forma de vincularse con el arte y también cómo piensa la comercialización de su obra, algo que a veces no se conversa tanto entre artistas. Ese encuentro espontáneo me dejó mucho: su libertad al pintar, su autenticidad y la fuerza de trabajar desde un motivo que lo identifica profundamente.

La visita a la familia que trabaja la madera sumó otra dimensión: observar un oficio transmitido de generación en generación, donde el material se respeta y se transforma con una paciencia admirable. Aunque es un lenguaje muy distinto al mío, me llevé esa idea del tiempo, del oficio y de la dedicación como parte esencial del proceso creativo.

Describís el paisaje del Tyrol como “una pausa en el tiempo”. ¿Cómo influyó esa calma, ese entorno natural, en tu forma de mirar o de crear?

Estar en el Tyrol fue como entrar en un ritmo distinto, donde todo se desacelera y cada imagen pide ser observada con más atención. Esa calma, esa sensación de que el paisaje está perfectamente en equilibrio, me ayudó a mirar con más suavidad. En los Alpes todo se veía impecable: el pasto intensamente verde, los lotes amplios con pocas vacas, un orden que no es rígido, sino natural, casi poético.

Ese entorno me invitó a respirar más hondo y a registrar detalles que a veces, en la rutina, pasan desapercibidos: la forma en que la luz cae sobre una ladera, los silencios amplios, la escala entre el ser humano y la montaña. Todo eso se transformó en una forma distinta de observar, más pausada, más contemplativa, que después se cuela inevitablemente en mi obra.

¿Hubo algún momento o imagen en los Alpes que sientas que se transformó en una idea o boceto para tu obra?

Sí, hubo varios. Pero uno en particular quedó grabado: una escena simple, casi mínima, donde unas pocas vacas pastaban sobre una loma perfecta, rodeadas de un verde que parecía recién pintado. Esa imagen tan ordenada, tan limpia y al mismo tiempo tan viva, me llevó inmediatamente a pensar en composiciones más silenciosas, donde el protagonista —sea un animal o un gesto del paisaje— respira dentro de un espacio amplio.

Ese instante se transformó en bocetos y en una búsqueda nueva dentro de mi paleta: tonos más neutros, atmósferas más contenidas, y una presencia animal que aparece como un símbolo de fuerza tranquila. Fue un momento breve, pero de esos que sin darte cuenta cambian la manera de mirar.

Múnich. Feria y encuentro

¿Cómo viviste esa dualidad entre lo urbano y lo natural en Múnich?

Durante mis años viviendo en París viajé por muchos países, pero era la primera vez que visitaba Alemania y Suecia, y hubo algo que me sorprendió desde el primer momento: la sensación de que lo urbano se construyó respetando lo que la naturaleza ya ofrecía.

En Múnich sentí que la ciudad no invade el paisaje, sino que se acomoda a él. Está inmersa en parques, ríos y extensiones verdes que parecen marcar el pulso cotidiano. La naturaleza es la protagonista, y los ciudadanos la viven y la disfrutan como parte de su identidad: la atraviesan en bicicleta, se detienen a leer bajo un árbol, conviven con ella sin sacarla de escena.

Esa convivencia tan armónica entre lo vibrante de la vida urbana y la presencia constante de lo natural fue muy inspiradora. Me hizo pensar en cómo los espacios pueden dialogar entre sí sin competir, y cómo ese equilibrio también puede aparecer en una obra.

¿Cómo fue la experiencia de mostrar tus obras en ART MUC junto a artistas de distintas partes del mundo? ¿Qué te sorprendió del intercambio?

Exponer en ART MUC fue un desafío y, al mismo tiempo, una enorme alegría. Salir del taller, encontrarte con el público y con coleccionistas, siempre implica una apertura distinta: mostrar algo muy propio y ver cómo resuena en los demás. Lo más conmovedor fue comprobar que mi obra —tan argentina, tan inspirada en el campo que me rodea— generaba una conexión inmediata. La gente se detenía en los gestos, en la paleta, en esa fuerza calma que intento transmitir. Ver cómo se movilizaban a partir de eso fue realmente especial.

El intercambio con artistas de otros países también fue muy enriquecedor. Cada uno llevaba su propio universo, su mensaje, y al mismo tiempo compartíamos una misma intención: llevar nuestra mirada a nuevos territorios. Se generaron conversaciones profundas, aprendizajes mutuos y vínculos que siguen vigentes hasta hoy. Esa red, ese ida y vuelta tan humano y creativo, fue uno de los regalos más grandes de la experiencia.

Algo que volvió a aparecer con mucha fuerza es la idea de que, cuando el arte entra en juego, las fronteras se desdibujan. Ya lo había vivido en mis años en París: era la única extranjera y latina, con otro idioma, otras costumbres… y sin embargo, cuando nos poníamos a crear, todas esas diferencias dejaban de importar. Lo que quedaba era la sensibilidad, la búsqueda, el deseo de decir algo a través de la obra.

En ART MUC sentí lo mismo. En cada conversación con colegas de distintos países, aparecía esa conexión inmediata, como si habláramos un lenguaje común que está por encima de lo cultural. Aprendí que el diálogo entre artistas siempre abre ventanas nuevas: te hace mirar tu propio trabajo desde otros ángulos, te invita a replantear procesos, y al mismo tiempo te recuerda que formamos parte de una comunidad global que respira y crea en sintonía.

Esa sensación de estar conectada con el mundo, de ser parte de una red creativa más amplia, fue uno de los aprendizajes más valiosos de la feria.

Después de todo este recorrido, ¿qué nuevas miradas o aprendizajes te llevaste sobre tu propio trabajo?

Lo que me llevé fue una mirada renovada sobre mi propio trabajo. Entendí que mi obra, aun nacida en un rincón muy específico del mundo —el campo que me rodea, mis animales, mis colores— tiene una resonancia universal. Ver cómo dialogaba con personas de otras culturas me reafirmó que la sensibilidad no tiene geografía.

También regresé con más claridad: la importancia del silencio, de los espacios amplios, de paletas más contenidas. El viaje me mostró que puedo seguir depurando, buscando lo esencial, dejando que la obra respire más.

Siento que volví con una versión más segura y más abierta de mí misma como artista.

Además del arte, ¿qué otras cosas capturan tu atención o inspiran tu mirada cuando estás de viaje?

Además del arte, hay varias cosas que siempre me atrapan cuando viajo. La fotografía y la arquitectura me fascinan: me detengo en cómo entra la luz en los espacios, en las texturas de los edificios, en los colores que aparecen sin que uno los busque.

También me inspiran muchísimo los mercados y los locales que reflejan las costumbres de cada lugar. Me gusta observar cómo se mueve la gente, qué objetos eligen, qué aromas hay, cómo se organiza la vida cotidiana. Y, por supuesto, la naturaleza: los paisajes, los contrastes, los ritmos propios de cada región.

Todo eso me ayuda a entender un poco más la esencia de cada lugar y, al mismo tiempo, enriquece mi mirada cuando vuelvo al taller. Cada viaje me llena de pequeñas notas visuales que después aparecen, de alguna manera, en mis obras.

¿Qué importancia tiene para vos viajar despacio, dejarte atravesar por los lugares, por sus ritmos?

Mi manera de viajar siempre empieza mucho antes de llegar. Me gusta estudiar el destino, revisar los lugares de interés, sumergirme en el mapa y marcar todo lo que me gustaría visitar. Esa preparación me ordena, me entusiasma y me da un punto de partida.

Pero lo que más disfruto es que, cuando finalmente llego, esa lista tan estudiada empieza a desdibujarse. Siempre aparecen cosas que no estaban en los planes: recomendaciones del día, rincones que descubrimos caminando, momentos que cambian el rumbo sin avisar. Y ahí es donde realmente me conecto con el viaje.

Ese cambio de ritmo, esa mezcla entre lo planificado y lo inesperado, me encanta. Me permite viajar despacio, dejar que el lugar me sorprenda y que su energía se meta en mi propio ritmo. Siento que ahí es donde aparece lo más valioso: una mirada más abierta, curiosa y permeable, que después también influye en mi manera de crear.

¿Cómo apareció la naturaleza en otras latitudes, y cómo dialoga eso con la que te rodea en la Argentina?

La naturaleza apareció distinta, pero con una fuerza similar. En Europa la encontré más ordenada, casi pulida: pastos perfectos, montañas que parecen talladas, animales que conviven en paisajes armónicos. Esa prolijidad me impactó, porque es muy diferente a la Argentina, donde la naturaleza es más libre, más salvaje, más expansiva.

Sin embargo, las dos dialogan entre sí en mi mirada. La calma y el orden de los Alpes me hicieron ver con otros ojos la potencia de nuestras pampas, la humanidad de nuestros animales, la libertad del campo que me rodea. Fue como un espejo: al conocer otras latitudes entendí mejor la identidad de mi propio paisaje. Ahora siento que mi obra integra ambos mundos: la fuerza del campo argentino y la serenidad de esos paisajes europeos que me enseñaron a mirar más lento.

Para cerrar: ¿qué mensaje o deseo te gustaría compartir con los artistas que hoy están de viaje o que visitan nuestro país buscando inspiración?

Les diría que encuentren su propia manera de registrar lo vivido. A mí me funciona llevar una especie de diario de viaje: sacar muchas fotos, anotar ideas, dibujar pequeñas escenas al final del día, o simplemente escribir qué me llamó la atención. No tiene que ser perfecto ni pensado como obra; es una forma de observar con más profundidad, de quedarte con esos detalles que después se transforman en algo valioso en el taller.

También les desearía que viajen con curiosidad, sin apuros. Que se permitan desviarse del plan, descubrir rincones inesperados, dejar que cada lugar marque su propio ritmo. Cuando uno está realmente disponible, la inspiración aparece sola.

Y, sobre todo, que confíen en su mirada. Cada viaje es una oportunidad para ampliar el mundo interior, pero la esencia de lo que uno crea siempre viaja con uno. Ojalá cada artista encuentre en esos recorridos una semilla nueva para seguir creciendo y creando.

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